Eran las cinco de la mañana, el cielo rugía y yo desvelada, a pesar de estar cansada; tenía calor, a pesar de ir desnuda y quería ir a la cocina, a pesar de mi temor por reencontrármelo.
Me puse una blusa y salí sigilosa, esta sedienta. Recorrí el pasillo a oscuras. Tomé el pomo de la cocina y busqué palpando la pared el interruptor. Encendí la luz. Llené un vaso con agua. No entendía porque había vuelto. Tres años sin aparecer y ahora... de pronto, un golpe me sacó de mi ensimismamiento. Era él. Estaba observándome desde el umbral de la puerta, con esa cara de borracho que tenía. Parecía cansado y mucho más viejo de lo que era. Sus malos vicios le habían pagado factura, pensé.
-Hola, papá -dije con un hilo de voz que me sorprendió.
No contestó. Solo me observaba con el ceño fruncido, un rostro frío e inquietante. Sentía como me penetraba con la mirada.
-Veo que has adelgazado -le dije tratando de calmar la tensión.
-Ya sabes, de follar -Me contestó, ahora sin mirarme, y cogiendo de encima de la mesa una cajetilla de tabaco -tu también has adelgazado.
-Ya sabes, las drogas -contesté -
Entonces empezó a mirarme más detalladamente mientras encendía su cigarro. Abrió un cajón de la despensa e introdujo la mano dentro de un tarro de galletas que apenas utilizaba. Sacó un bolsita trasparente con polvos blancos.
-Hija, si vas a drogarte, hazlo bien. Que no te deje hecha mierda, tal como estás. Prueba con algo que te mate directamente, consumiendote en el más puro placer de las elusiones -dijo sin dejar de mirarme a los ojos.
Me lanzó la bolsita, que cayó al suelo, y salíó por la puerta, sin añadir nada más. No entendía como mamá le había dejado volver, ni qué pretendía, ni qué pasaría a partir de ahora.
Cogí la bolsita y la miré incrédula. Entonces lo decidí. Fuí a buscar unos vaqueros, me puse unas deportivas y salí de casa.
Eran las cinco y media de la mañana el cielo rugía y yo desvelada.